viernes, 14 de septiembre de 2007

EL OSITO DE FELPA DEL PROFESOR

Indiscutiblemente, el manejo temporal de TheodoreSturgeon en este relato, viene a considerarlo como uno de los máximos artífices del horror moderno; además, su osito es extraordinariamente carismático.

EL OSITO DE FELPA DEL PROFESOR

-Duerme -dijo el monstruo.
Habló con el oído, moviendo unos labios diminutos dentro de los pliegues de carne porque tenía la bocallena de sangre.

-Ahora no quiero dormir. Tengo un sueño -dijo Jeremy-. Cuando duermo se me van todos los sueños. Ono son sueños de verdad. Ahora tengo un sueño de verdad.
-¿Qué sueñas ahora? -preguntó el monstruo.
-Sueño que soy un hombre mayor...
-De dos metros diez y muy gordo -dijo el monstruo.
-Qué tonto eres -dijo Jeremy-. Yo mediré un metro sesenta y seis. Seré calvo y usaré gafas comopequeños ceniceros. Daré conferencias a los jóvenes sobre el destino humano y la metempsícosis dePlatón.
-¿Qué es una metempsícosis? -preguntó el monstruo, hambriento.
Jeremy tenía cuatro años y podía permitirse el lujo de ser paciente.
-Una metempsícosis es algo que pasa cuando una persona se muda de una casa a otra.
-¿Como cuando nuestro padre vino a vivir aquí desde la calle Monroe?
-Algo parecido. Pero no me refiero a aquel tipo de casa, con tejas y cloacas y cosas. por el estilo. Merefiero a este tipo de casa -explicó, y se golpeó el pecho.
-Ah -dijo el monstruo, subiendo y agazapándose sobre la garganta de Jeremy, con más aspecto de ositode felpa que nunca-. ¿Ahora? -pidió.
No era muy pesado.
-Ahora no -dijo Jeremy, enfurruñado-. Me dará sueño. Quiero mirar un poco más la escena del sueño.

Hay una chica que no escucha mi conferencia. Piensa en su cabello.
-¿Y qué pasa con su cabello? -preguntó el monstruo.
-Es castaño -dijo Jeremy-. Y tiene brillo. Le gustaría tener rizos de oro.
-¿Por qué?
-A alguien llamado Bert le gustan los rizos de oro.
-Entonces qué esperas. Hazle rizos de oro.
-¡No puedo! ¿Qué dirían los demás jóvenes?
-Eso ¿tiene alguna importancia?
-No, tal vez. ¿Podría hacerle rizos de oro?
-¿Quién es ella? -quiso saber el monstruo.
-Es una chica que nacerá aquí dentro de unos veinte años -dijo Jeremy.
El monstruo se le acomodó mejor en el cuello.
-Si va a nacer aquí, claro que le puedes cambiar el cabello. Hazlo de una vez y duérmete.
Jeremy rió de alegría.
-¿Qué pasó? -preguntó el monstruo.
-Lo cambié -dijo Jeremy-. La chica que estaba detrás de ella chilló como un ratón con una pata atrapada. Después pegó un salto. Es una sala de conferencias grande, con pasillos laterales muy empinados. Resbaló en un escalón.

El niño se echó a reír de felicidad.
-¿Qué pasa ahora?
-Se rompió la crisma. Está muerta.
El monstruo soltó una risita.
-Es un sueño muy divertido. Ahora cámbiale otra vez el cabello a la chica, y pónselo como antes.
¿Aparte de ti alguien vio el cambio?
-Nadie más lo vio -dijo Jeremy-. ¡Mira! Ya cambió. Ni siquiera se enteró de que por un instante tuvo rizos de oro.
-Muy bien. ¿Con eso acaba el sueño?
-Supongo que sí -dijo Jeremy con pesar-. De todos modos acaba la conferencia. Todos los jóvenes rodean a la chica del cuello roto. Todos los jóvenes tienen. sudor debajo de la nariz.

Todas las chicas tratan de meterse el puño en la boca. Puedes seguir con lo tuyo.
El monstruo hizo un ruido de felicidad y apretó con fuerza la boca contra el cuello de Jeremy. Jeremy cerró los ojos.
Se abrió la puerta.

Jeremy, querido -dijo su madre. Tenía cara blanda, cansada, y ojos sonrientes-. Oí que te reías. Jeremy abrió despacio los ojos. Sus pestañas eran tan largas que cuando le levantaban parecían generar una diminuta ola de viento, como ventiladores diminutos. Sonrió, y tres de sus dientes asomaron y sonrieron también.
-Mamá, le conté una historia a Osito, y le gustó -dijo medio dormido.
-Muy bien, querido -murmuró su madre, acercándose y acomodándole la manta alrededor de la barbilla. Jeremy sacó una mano y apretó el monstruo contra el cuello.
-¿Osito duerme? -preguntó su madre con voz suave.
-No -dijo Jeremy-. Está muerto de hambre.
-¿Por qué?
-Cuando yo como se me va el hambre. Osito es diferente.
La madre lo miró con tanto amor que no pudo... no pudo pensar.
-Eres un niño extraño -susurró-, y tienes las mejillas más rosadas del mundo.
-Sí, claro -dijo el niño.
-¡Qué risa más divertida! -dijo la madre, palideciendo.
-No fui yo. Fue Osito. Le resultas rara.
Mamá se quedó encima de la cuna, mirándolo. Era como si lo mirara el entrecejo y los ojos miraran un poco más allá. Finalmente la mujer se humedeció los labios y le palmeó la cabeza.

-Buenas noches, bebé.
-Buenas noches, mamá.
El niño cerró los ojos. Mamá salió de la habitación de puntillas. El monstruo no dejó de hacer lo que estaba haciendo.
Era la hora de la siesta del día siguiente, y por centésima vez la madre lo había besado y había dicho: -¡Eres tan bueno para la siesta, Jeremy!
Claro que lo era. Cuando llegaba la hora de la siesta, como cuando llegaba la hora de dormir, siempre se iba directamente a la cama. Mamá, por supuesto, no sabía por qué. Quizá tampoco lo supiese Jeremy.

Osito lo sabía.
Jeremy abrió el arcón de los juguetes y sacó a Osito.
-Apuesto a que tienes hambre -dijo.
-Sí. Date prisa.
Jeremy trepó a la cuna y abrazó con fuerza el osito de felpa.
-Sigo pensando en aquella chica -dijo. -¿Qué chica?
-Aquella a la que le cambié el color del cabello.
-Quizá porque fue la primera vez que cambiaste a una persona.
-¡No fue la primera vez! ¿Qué me dices del hombre que cayó en el agujero del metro?
-Moviste aquel sombrero. El que se le cayó. Se lo moviste debajo de los pies para que pisara el borde con un pie y enredara el otro en la copa y se cayera.
-Bueno, ¿y la niña que arrojé al pasar el camión?
-No la tocaste -dijo el monstruo con ecuanimidad-. Andaba en patines sobre ruedas. Rompiste algo en una rueda para que dejase de girar. Así que se cayó delante del camión. Jeremy se quedó pensando.
-¿Por qué no toqué nunca a nadie?
-No lo sé -dijo Osito-. Supongo que estará relacionado con que hayas nacido en esta casa.
-Supongo que sí -dijo Jeremy sin convicción.
-Tengo hambre -dijo el monstruo, instalándose en el estómago de Jeremy mientras el niño se acostaba boca arriba.
-Bueno, está bien -dijo Jeremy-. ¿La siguiente conferencia?
-Sí -dijo Osito, impaciente-. Ahora sueña intensamente. Con las cosas que dices en las conferencias.
Eso es lo que quiero. Olvídate de la gente que está allí. La gente que está allí no importa. Tampoco importa tu conferencia. Importa lo que dices.
La extraña sangre empezó a correr mientras Jeremy se relajaba. Miró el techo, encontró la delgada grieta que siempre miraba mientras soñaba de verdad y empezó a hablar.
-Allí estoy. Allí está la sala, sí, y la... sí, todo está allí, otra vez. Está la chica. La que tiene cabello castaño y brillante. El asiento que hay detrás está vacío. Esto debe de ser después que la otra chica se rompió el pescuezo.
-No importa -dijo el monstruo, impaciente-. ¿Qué dices tú?
-Yo. Jeremy se quedó en silencio. Finalmente Osito lo presionó-. Oh. Es sobre el desafortunado acontecimiento de ayer, pero como ocurre con el espectáculo, los estudios deben seguir.
-Pues sigue -jadeó el monstruo.
-De acuerdo, de acuerdo -dijo Jeremy con impaciencia-. Empezamos. Llegamos ahora a los gimnosofistas, cuya escuela ascética no ha tenido parangón en cuanto a extremismo. Esos extraños aristócratas creían que la ropa e incluso la comida perjudicaban la pureza de pensamiento. Los griegos también los llamaban Hylobioi, término que nuestros estudiantes más eruditos reconocerán como análogo del sánscrito Vana-Prasthas. Es evidente que tuvieron una profunda influencia sobre Diógenes Laercio, el fundador elíseo del escepticismo puro...

Y siguió con su discurso. Tenía a Osito agazapado contra el cuerpo, haciendo pequeños movimientos masticatorios con las suaves orejas; y a veces, estimuladas por algún valioso dato esotérico, las orejas se babeaban.
Después de casi una hora, la suave voz de Jeremy se fue apagando y finalmente calló. Osito, irritado, se movió un poco.
-¿Qué pasa?
-Esa chica -dijo Jeremy-. Sigo mirando esa chica mientras hablo.
-Bueno, deja de hacerlo. No he terminado.
-No queda nada que decir, Osito. Miro y miro a esa chica hasta que ya no puedo seguir con la charla.
Ahora estoy diciendo lo de las páginas del libro y dando la tarea. La clase ha terminado.
La boca de Osito casi estaba llena de sangre. Suspiró por las orejas.
-No fue mucho. Pero si es todo, qué le vamos a hacer. Si quieres, ahora puedes dormir.
-Quiero mirar un rato.
El monstruo infló las mejillas. Dentro no tenía mucha presión.
-Adelante.
Se apartó del cuerpo de Jeremy y se acurrucó formando un enfurruñado ovillo.
La extraña sangre se movía sin parar por el cerebro de Jeremy. Con ojos abiertos y fijos miró cómo sería, un delgado y calvo profesor de filosofía.
Estaba sentado en la sala, mirando cómo los estudiantes subían tropezando por los empinados pasillos, pensando en la extraña compulsión que lo llevaba a mirar a aquella chica, la señorita... la señorita... ¿la señorita qué? Ah.

-¡Señorita Patchell!
Miró, asombrado de lo que acababa de hacer. Por cierto que no había querido llamarla. Se apretó las manos con fuerza, recuperando la seca rigidez que en él era lo que más se acercaba a la dignidad.
La chica bajó despacio por los escalones, mirando asombrada con aquellos ojos separados. Llevaba unos libros bajo el brazo y le brillaba el pelo.
-¿Sí, profesor?
-Sé... -Se interrumpió y se aclaró la voz-. Sé que hoy es la última clase, y que sin duda se irá a encontrar con alguien. No la retendré mucho tiempo... y si lo hago -agregó, asombrándose de nuevo-, podrá ver a Bert mañana.

-¿Bert? ¡Oh! -En la cara de la chica apareció un agradable rubor-. No sabía que usted supiese... ¿Cómo pudo enterarse?
Él se encogió de hombros.
-Señorita Patchell -dijo-. Espero que disculpe usted las divagaciones de un viejo, quiero decir de un hombre maduro. Hay algo que le concierne y que...
-¿Sí?
En los ojos de la chica había cautela, y una pizca de miedo. Echó una ojeada hacia atrás, a la sala ahora vacía.
Golpeó bruscamente la mesa.
-No permitiré que esto siga un minuto más sin enterarme. Señorita Patchell, usted empieza a temerme, y se equivoca.
-Creo que debo... -dijo ella con timidez, y empezó a retroceder.
-¡Siéntese! -rugió él.
Era la primera vez en toda su vida que rugía a alguien, y la impresión de la chica no fue mayor que la suya. Ella se hundió en el asiento de la fila delantera, y pareció mucho más pequeña de lo que era, menos los ojos, que eran mucho más grandes.
El profesor movió la cabeza con irritación. Se levantó, bajó del estrado, caminó hacia ella y se sentó en el asiento de al lado.
-Ahora calle y preste atención. -En los labios del profesor se movió la sombra de una sonrisa-. La verdad es que no sé lo que voy a decir. Escuche y sea paciente. No hay nada más importante. El profesor se quedó un rato pensando, siguiendo mentalmente unas vagas imágenes. Oía o era consciente del acelerado ritmo, ahora un poco más tranquilo, de aquel corazón asustado.
-Señorita Patchell -dijo con voz suave, volviéndose hacia ella-. En ningún momento consulté sus antecedentes. Hasta... digamos... ayer, usted era un rostro cualquiera dentro de la clase, otra fuente de pruebas para corregir. No he consultado el archivo de la secretaria en busca de información. Y, por lo que sé casi con certeza, ésta es la primera vez que hablo con usted.
-Es cierto, señor -dijo la chica con suavidad.
-Muy bien. -El profesor se humedeció los labios-. Usted tiene veintitrés años. La casa donde nació tenía dos pisos y era bastante vieja, con una ventana emplomada en saliente en la curva de las escaleras. El pequeño dormitorio, o habitación de los niños, estaba exactamente sobre la cocina. Cuando la casa estaba en silencio se oía allí debajo el ruido de los platos. La dirección era calle Bucyrus número 191.
-¡Pero... sí! ¿Cómo lo sabía?

El profesor se llevó las manos a la cabeza.
-No lo sé. No lo sé. Yo también viví en esa casa de niño. No sé por qué sé que también usted vivió allí. Hay cosas que... -Se dio un golpe con los nudillos en la cabeza-.
Pensé que usted podría ayudarme. La chica lo miró. Era un hombre pequeño, brillante, cansado, que envejecía rápidamente. Le apoyó una mano en el brazo.
-Ojalá pueda -dijo en tono afectuoso-. Ojalá pueda.
-Gracias, niña.
-Quizá si me contara algo más...
-Quizá. Algunas cosas son... feas. Todo está lejos, envuelto en una nebulosa, y apenas lo recuerdo. Sin embargo...
-Continúe, por favor.
-Recuerdo -dijo el profesor, y su voz era casi un susurro- cosas que ocurrieron hace mucho tiempo, y cosas recientes que recuerdo... dos veces. Un recuerdo es claro y nítido, y el otro es viejo y borroso. Y de la misma manera borrosa recuerdo lo que sucede ahora mismo... ¡y lo que sucederá!
-No entiendo.
-Aquella chica. La señorita Symes. Murió aquí ayer.
-Estaba sentada detrás -dijo la señorita Patchell.
-¡Lo sé! Sabía lo que le iba a pasar. Lo sabía vagamente, como si fuera un recuerdo antiguo. A eso me refiero. No sé qué podría haber hecho para evitarlo. Supongo que nada. Pero en el fondo tengo la sensación de que fue culpa mía, que resbaló y cayó por culpa de algo que hice yo.
-¡Oh, no!
El profesor tocó el brazo de la chica con muda gratitud por la comprensión que notaba en el tono de su voz, e hizo una mueca triste.
-No fue la primera vez -dijo-. Ocurrió muchas, muchas veces. De niño, de joven, estuve plagado de accidentes. Llevaba una vida tranquila. No era muy fuerte, y siempre me interesaron más los libros que el béisbol. Pero fui testigo de más de una docena de muertes violentas e inútiles: accidentes de tránsito, ahogados, caídas y uno o dos... -Le tembló la voz-. ...que no mencionaré. Y hubo innumerables accidentes menores: huesos rotos, mutilaciones, puñaladas... y cada vez, de alguna manera, yo tenía la culpa, como en el caso de ayer... y yo... yo...
-No -susurró la muchacha-. No, por favor. Usted no estaba ni siquiera cerca cuando cayó Elaine Symes.
-¡No estaba cerca de ninguna de las víctimas! Eso no importaba. Jamás me liberé del peso de la culpa.
Señorita Patchell...
-Catherine.
-Catherine. ¡Muchas gracias! Hay personas a las que los actuarios de seguros llaman «propensas a los accidentes». La mayoría sufren accidentes por propia negligencia, o por alguna anomalía psíquica que los lleva a desafiar el mundo, o a exigir atención haciéndose daño. Pero algunos lo único que hacen es estar presentes cuando ocurre un accidente, sin verse involucrados: son catalizadores de la muerte, si me permite una frase tan ampulosa. Aparentemente yo pertenezco a ese grupo.
-Entonces... ¿por qué siente culpa?
-Fue... -De repente se interrumpió y la miró. La muchacha tenía una cara dulce, y ojos llenos de
compasión. El profesor se encogió de hombros-. Ya he dicho muchas cosas -admitió-. Que agregue otra ya no parecerá más fantástico, y no me perjudicará más.
-Nada que me cuente a mí lo perjudicará -dijo la muchacha con un destello de firmeza.
El profesor le dio esta vez las gracias con una sonrisa, se serenó y dijo:
-Esos horrores, las mutilaciones, las muertes, hace mucho tiempo resultaban divertidas. En esa época habré sido niño, bebé. Entonces algo me enseñó que había que fomentar y disfrutar la agonía y la muerte de los demás. Recuerdo... casi recuerdo cuando se acabó todo eso. Había un... un juguete... un...

Jeremy parpadeó. Había estado mirando tanto tiempo la grieta en el techo que le dolían los ojos. -¿Qué haces? -preguntó el monstruo.
-Tengo un sueño verdadero -dijo Jeremy-. Soy mayor y estoy sentado en la enorme sala de conferencias, hablando con la chica del cabello castaño que brilla. Se llama Catherine.
-¿De qué estás hablando?
-Ah, de todos los sueños divertidos. Sólo... -¿Y bien?
-No son tan divertidos.
El monstruo se le abalanzó sobre el pecho. -Es hora de dormir. Y quiero que...
-No -dijo Jeremy. Se llevó una mano a la garganta-. Basta por ahora. Espera a que vea un poco más este sueño.
-¿Qué quieres ver?
-Ah, no lo sé. Hay algo...
-Divirtámonos un poco -dijo el monstruo-. Ésa es la chica que puedes cambiar, ¿verdad?
-Sí.
-Pues adelante. Dale una trompa de elefante. Haz que le crezca la barba. Tápale las ventanas de la nariz. Adelante. Puedes hacer cualquier cosa.
Jeremy esbozó una sonrisa. -No quiero.
-Vamos, hazlo. Verás qué divertido...
-Un juguete -dijo el profesor-. Pero más que un juguete. Creo que hablaba. ¡Ojalá pudiera recordar con mayor claridad!
-No se esfuerce tanto. Ya le vendrá a la memoria -dijo la muchacha. Siguiendo un impulso, lo agarró de la mano-. Cuénteme.

-Era una cosa -dijo el profesor, con voz entrecortada-, una cosa... blanda y no muy grande. No recuerdo...
-¿Era lisa?
-No. Peluda... velluda. ¡Velluda! Empiezo a recordar. Espere... Una cosa parecida a un osito de felpa.
Hablaba. Y ¡sí, claro! ¡Claro que estaba viva!
-Entonces era un animal doméstico. No un juguete.
-Ah, no -dijo el profesor, estremeciéndose-. No hay duda de que era un juguete. Al menos eso era lo que pensaba mi madre. Me hacía... tener sueños verdaderos.
-¿Como Peter Ibbetson, dice usted?
-No, no. No ese tipo de sueños. -El profesor se echó hacia atrás y puso los ojos en blanco-. Solía verme como sería más adelante, cuando fuese una persona mayor. Y antes. Ah. Ah, creo que fue entonces... ¡Sí!
Debe de haber sido entonces cuando empecé a ver todos esos terribles accidentes. ¡Sí! ¡Sí, fue entonces!
-Tranquilícese -dijo Catherine-. Cuéntemelo con calma.
El profesor se relajó.
-Osito. El demonio, el monstruo. Sé lo que hacía ese demonio. No sé cómo, me hacía ver cómo sería yo de grande. Me hacía repetir lo que había aprendido. Y se alimentaba... ¡de los conocimientos! De veras; se alimentaba de los conocimientos. Tenía una extraña afinidad conmigo, con algo mío. Absorbía los conocimientos que yo transmitía. Y... transformaba los conocimientos en sangre de la misma manera que una planta transforma la luz del sol y el agua en celulosa.
-No entiendo -dijo la muchacha.
-¿No? ¿Por qué habría de entenderlo? ¿Por qué habría de entenderlo yo? Pero sé que hacía eso. Me hacía... ¡la bestia me hacía soltar todas aquellas charlas cuando yo tenía cuatro años!

Las palabras, el sentido, llegaban de la persona que soy ahora a la persona que era entonces. Y yo daba todo eso al monstruo, que devoraba ese conocimiento y lo sazonaba con cosas que me hacía hacer en los sueños verdaderos. Hacía, entre otras cosas absurdas, que yo obligara a un hombre a tropezar en un sombrero y caer en una excavación subterránea. Y cuando era adolescente estaba al borde de la excavación para ser testigo del accidente. ¡Y así sucedió con todos los demás! Antes de que sucediesen, recordaba a medias todas las cosas horribles que presencié. No hubo manera de impedirlas. ¿Qué voy a hacer?
Había lágrimas en los ojos de la muchacha.
-¿Y yo? -susurró, más quizá para distraerlo de aquella desesperación que por cualquier otro motivo.
-Usted. Hay algo que tiene que ver con usted, si puedo recordarlo. Algo relacionado con lo que le sucedió a... a aquel juguete, aquella bestia. Usted estaba en el mismo ambiente que yo y aquel demonio.
De alguna manera, ante él usted es vulnerable y... Catherine, Catherine, creo que se le hizo algo a usted que...
Se interrumpió en la mitad de la frase. Abrió los ojos, aterrado. La chica seguía sentada a su lado, ayudándolo, compadeciéndolo, y su expresión no había cambiado. Pero sí todo lo demás.
La cara se le encogió y se le arrugó. Los ojos se le alargaron. Le crecieron las orejas hasta que fueron orejas de burro, orejas de conejo, largas y peludas patas de araña. Los dientes se le agrandaron transformándose en colmillos. Los brazos se le secaron, volviéndose pajitas articuladas, y el cuerpo le engordó.
Olía a carne podrida.
De los lustrados zapatos abiertos brotaban unas zarpas mugrientas. Había unas llagas muy vivas.
Había... otras cosas. Y todo el tiempo, aquello le sostenía la mano y lo miraba con pena y simpatía.
El profesor...
Jeremy se levantó y arrojó el monstruo lo más lejos que pudo.
-¡No me parece divertido! -gritó-. ¡No es, no es, no es divertido!
El monstruo se levantó y lo miró con aquella expresión blanda, insulsa, de osito de felpa.
-No grites -dijo-. Ahora aplastémosla toda, dejémosla como un jabón húmedo. Y con avispas en el estómago. Y podemos ponerla...

Jeremy se tapó las orejas con las manos y cerró con fuerza los ojos. El monstruo seguía hablando. Jeremy se echó a llorar, saltó de la cuna y arrojó el monstruo al suelo y lo pateó. El monstruo soltó un gruñido.
-¡Qué divertido! -chilló el niño-. ¡Ja ja! -gritó mientras plantaba los dos pies sobre aquel estómago blando.
Levantó aquella masa temblorosa y la arrojó al otro lado de la habitación. Chocó contra el reloj. El reloj y el monstruo se estrellaron juntos contra el suelo en una lluvia de cristal, metal y sangre. Jeremy lo pateó hasta transformarlo en una masa pastosa, irregular, mezclando la sangre de sus propios pies con la sangre del monstruo, la misma extraña sangre que el monstruo le había inyectado en el cuello...

Mamá casi se desmayó cuando llegó corriendo y lo vio. Gritó, pero Jeremy se echó a reír mientras gritaba. El médico le dio sedantes hasta que se durmió, y le curó los pies. Después de eso nunca fue demasiado fuerte. Lo salvaron para que viviera su vida y viera sus sueños verdaderos, unos sueños muy curiosos, y finalmente muriese en una sala de conferencias con los ojos dilatados por el horror mientras el horror le paralizaba el corazón y una aterrorizada joven salía corriendo, pidiendo ayuda a gritos

viernes, 7 de septiembre de 2007

El coco

He aquí un gran cuento; y si mi memoria no me falla, creo que fue el primero de Stephen King que leí. Es maravilloso. Dentro de la antología "El umbral de la noche"

EL COCO

—Recurro a usted porque quiero contarle mi historia —dijo el hombre acostado sobre eldiván del doctor Harper.El hombre era Lester Billings, de Waterbury, Connecticut. Según la ficha de laenfermera Vickers, tenía veintiocho años, trabajaba para una empresa industrial de NuevaYork, estaba divorciado, y había tenido tres hijos. Todos muertos.—No puedo recurrir a un cura porque no soy católico. No puedo recurrir a un abogadoporque no he hecho nada que deba consultar con él. Lo único que hice fue matar a mishijos. De uno en uno. Los maté a todos. El doctor Harper puso en marcha el magnetófono.Billings estaba duro como una estaca sobre el diván, sin darle un ápice de sí. Sus piessobresalían, rígidos, por el extremo. Era la imagen de un hombre que se sometía a unahumillación necesaria. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, como un cadáver. Susfacciones se mantenían escrupulosamente compuestas. Miraba el simple cielo raso, blanco,de paneles, como si por su superficie desfilaran escenas e imágenes.—Quiere decir que los mató realmente, o...—No. —Un movimiento impaciente de la mano—. Pero fui el responsable. Denny en1967. Shiri en 1971. Y Andy este año. Quiero contárselo.Él doctor Harper no dijo nada. Le pareció que Billings tenía un aspecto demacrado yenvejecido. Su cabello raleaba, su tez estaba pálida. Sus ojos encerraban todos los secretosmiserables del whisky.—Fueron asesinados, ¿entiende? Pero nadie lo cree. Si lo creyeran, lodo se arreglaría.—¿Por qué?—Porque...Billings se interrumpió y se irguió bruscamente sobre los codos, mirando hacia el otroextremo de la habitación.—¿Qué es eso? —bramó. Sus ojos se habían entrecerrado, reduciéndose a dos tajososcuros.—¿Qué es qué?—Esa puerta.—El armario empotrado —respondió el doctor Harper—. Donde cuelgo mi abrigo y dejomis chanclos.—Ábralo. Quiero ver lo que hay dentro. El doctor Harper se levantó en silencio, atravesóla habitación y abrió la puerta. Dentro, una gabardina marrón colgaba de una de las cuatro ocinco perchas. Abajo había un par de chanclos relucientes. Dentro de uno de ellos había unejemplar cuidadosamente doblado del New York Times. Eso era todo.—¿Conforme? —preguntó el doctor Harper.—Sí. —Billings dejó de apoyarse sobre los codos y volvió a la posición anterior.—Decía —manifestó el doctor Harper mientras volvía a su silla—, que si se pudieraprobar el asesinato de sus tres hijos, todos sus problemas se solucionarían. ¿Por qué?—Me mandarían a la cárcel —explicó Billings inmediatamente—. Para toda la vida. Yen una cárcel uno puede ver lo que hay dentro de todas las habitaciones. Todas lashabitaciones. —Sonrió a la nada.—¿Cómo fueron asesinados sus hijos?—¡No trate de arrancármelo por la fuerza!Billings se volvió y miró a Harper con expresión aviesa.—Se lo diré, no se preocupe. No soy uno de sus chalados que se pasean por el mundo ypretenden ser Napoleón o que justifican haberse aficionado a la heroína porque la madre nolos quería. Sé que no me creerá. No me interesa. No importa. Me bastará con contárselo.—Muy bien. —El doctor Harper extrajo su pipa.—Me casé con Rita en 1965... Yo tenía veintiún años y ella dieciocho. Estabaembarazada. Ese hijo fue Denny. —Sus labios se contorsionaron para formar una sonrisagomosa, grotesca, que desapareció en un abrir y cerrar de ojos—. Tuve que dejar laUniversidad y buscar empleo, pero no me importó. Los amaba a los dos. Éramos muyfelices. Rita volvió a quedar embarazada poco después del nacimiento de Denny, y Shirlvino al mundo en diciembre de 1966. Andy nació en el verano de 1969, cuando Denny yahabía muerto. Andy fue un accidente. Eso dijo Rita. Aseguró que a veces los métodosanticonceptivos fallan. Yo sospecho que fue más que un accidente. Los hijos atan alhombre, usted sabe. Eso les gusta a las mujeres, sobre todo cuando el hombre es másinteligente que ellas. ¿No le parece?Harper emitió un gruñido neutro.—Pero no importa. A pesar de todo los quería. —Lo dijo con tono casi vengativo, comosi hubiera amado a los niños para castigar a su esposa.—¿Quién mató a los niños? —preguntó Harper.—El coco —respondió inmediatamente Lester Bi-llings—. El coco los mató a todos.Sencillamente, salió del armario y los mató. —Se volvió y sonrió—. Claro, usted cree queestoy loco. Lo leo en su cara. Pero no me importa. Lo único que deseo es desahogarme eirme.—Le escucho —dijo Harper.—Todo comenzó cuando Denny tenía casi dos años y Shirl era apenas un bebé. Dennyempezó a llorar cuando Rita lo tenía en la cama. Verá, teníamos un apartamento de dosdormitorios. Shirl dormía en una cuna, en nuestra habitación. Al principio pensé que Dennylloraba porque ya no podía llevarse el biberón a la cama. Rita dijo que no nos obstináramos,que tuviéramos paciencia, que le diéramos el biberón v que él ya lo dejaría solo. Pero así escomo los chicos se echan a perder. Si eres tolerante con ellos los malcrías. Después tehacen sufrir. Se dedican a violar chicas, sabe, o empiezan a drogarse. O se hacen maricas.¿Se imagina lo horrible que es despertar una mañana y descubrir que su chico, su hijovarón, es marica?»Sin embargo, después de un tiempo, cuando vimos que no se acostumbraba, empecé aacostarle yo mismo. Y si no dejaba de llorar le daba una palmada. Entonces Rita dijo querepetía a cada rato "luz, luz". Bueno, no sé. ¿Quién entiende lo que dicen los niños tanpequeños? Sólo las madres lo saben.»Rita quiso instalarle una lámpara de noche. Uno de esos artefactos que se adosan a lapared con la figura del Ratón Mickey o de Huckleberry Hound o de lo que sea. No se lopermití. Si un niño no le pierde el miedo a la oscuridad cuando es pequeño, nunca seacostumbra a ella.»De todos modos, murió el verano que siguió al nacimiento de Shirl. Esa noche lo metíen la cama y empezó a llorar en seguida. Esta vez entendí lo que decía. Señaló directamenteel armario cuando lo dijo. "El coco —gritó—. El coco, papá."»Apagué la luz y salí de la habitación y le pregunté a Rita por qué le había enseñado esapalabra al niño. Sentí deseos de pegarle un par de bofetadas, pero me contuve. Juró quenunca se la había enseñado. La acusé de ser una condenada embustera.»Verá, ése fue un mal verano para mí. Sólo conseguí que me emplearan para cargarcamiones de «Pepsi-Cola» en un almacén, y estaba siempre cansado. Shirl se despertaba ylloraba todas las noches y Rita la tomaba en brazos y gimoteaba. Le aseguro que a vecestenía ganas de arrojarlas a las dos por la ventana. Jesús, a veces los mocosos te hacenperder la chaveta. Podrías matarlos.»Bien, el niño me despertó a las tres de la mañana, puntualmente. Fui al baño, mediodormido, sabe, y Rita me preguntó si había ido a ver a Denny. Le contesté que lo hicieraella y volví a acostarme. Estaba casi dormido cuando Rita empezó a gritar.»Me levanté y entré en la habitación. El crío estaba acostado boca arriba, muerto.Blanco como la harina excepto donde la sangre se había..., se había acumulado, por efectode la gravedad. La parte posterior de las piernas, la cabeza, las... eh... las nalgas. Tenía losojos abiertos. Eso era lo peor, sabe. Muy dilatados y vidriosos, como los de las cabezas dealce que algunos tipos cuelgan sobre la repisa. Como en las fotos de esos chinitos deVietnam. Pero un crío norteamericano no debería tener esa expresión. Muerto boca arriba.Con pañales y panta-loncitos de goma porque durante las últimas dos semanas había vueltoa orinarse encima. Qué espanto. Yo amaba a ese niño.Billings meneó la cabeza lentamente y después volvió a ostentar la misma sonrisagomosa, grotesca.—Rita chillaba hasta desgañifarse. Trató de alzar a Denny y mecerlo, pero no se lopermití. A la poli no le gusta que uno toque las evidencias. Lo sé...—¿Supo entonces que había sido el coco? —preguntó Harper apaciblemente.—Oh, no. Entonces no. Pero vi algo. En ese momento no le di importancia, pero mimente lo archivó.—¿Qué fue?—La puerta del armario estaba abierta. No mucho. Apenas una rendija. Pero verá, yosabía que la había dejado cerrada. Dentro había bolsas de plástico. Un crío se pone a jugarcon una de ellas y adiós. Se asfixia. ¿Lo sabía?—Sí. ¿Qué sucedió después? Billings se encogió de hombros.—Lo enterramos. —Miró con morbosidad sus manos, que habían arrojado tierra sobretres pequeños ataúdes.—¿Hubo una investigación?—Claro que sí. —Los ojos de Billings centellearon con un brillo sardónico—. Vino unjodido matasanos con un estetoscopio y un maletín negro lleno de chicles y una zamarrarobada de alguna escuela de veterinaria. ¡Colapso en la cuna, fue el diagnóstico! ¿Ha oídoalguna vez semejante disparate? ¡El crío tenía tres años!—El colapso en la cuna es muy común durante el primer año de vida —explicó Harperpuntillosamente—, pero el diagnóstico ha aparecido en los certificados de defunción deniños de hasta cinco años, a falta de otro mejor...—\Mierda\ —espetó Billings violentamente. Harper volvió a encender su pipa.—Un mes después del funera1 instalamos a Shirl en la antigua habitación de Denny.Rita se resistió con uñas y dientes, pero yo dije la última palabra. Me dolió, por supuesto.Jesús, me encantaba tener a la mocosa con nosotros. Pero no hay que sobreproteger a losniños, pues en tal caso se convierten en lisiados. Cuando yo era niño mi madre me llevaba ala playa y después se ponía ronca gritando: «¡No te internes tanto! ¡No le metas allí! ¡Haycorrientes submarinas! ¡Has comido hace una hora! ¡No te zambullas de cabeza!» Le juropor Dios que incluso me decía que me cuidara de los tiburones. ¿Y cuál fue el resultado?Que ahora ni siquiera soy capaz de acercarme al agua. Es verdad. Si me arrimo a una playame atacan los calambres. Cuando Denny vivía, Rita consiguió que la llevase una vez conlos niños a Savin Rock. Se me descompuso el estómago. Lo sé, ¿entiende? No hay quesobreproteger a los niños. Y uno tampoco debe ser complaciente consigo mismo. La vidacontinúa. Shirl pasó directamente a la cuna de Denny. Claro que arrojamos el colchón viejoa la basura. No quería que mi pequeña se llenara de microbios.»Así transcurrió un año. Y una noche, cuando estoy metiendo a Shirl en su cuna,empieza a aullar y chillar y llorar. "¡El coco, papá, el coco, el coco!"»Eso me sobresaltó. Decía lo mismo que Denny. Y empecé a recordar la puerta delarmario, apenas entreabierta cuando lo encontramos. Quise llevarla por esa noche a nuestrahabitación.—¿Y la llevó?—No. —Billings se miró las manos y sus facciones se convulsionaron—. ¿Cómo podíaconfesarle a Rita que me había equivocado? Tenía que ser fuerte. Ella había sido siempreuna marioneta..., recuerde con cuánta facilidad se acostó conmigo cuando aún no estábamoscasados.—Por otro lado —dijo Harper—, recuerde con cuánta facilidad usted se acostó con ella.Billings, que estaba cambiando la posición de sus manos, se puso rígido y volviólentamente la cabeza para mirar a Harper.—¿Pretende tomarme el pelo?—Claro que no —respondió Harper.—Entonces deje que lo cuente a mi manera —espetó Billings—. Estoy aquí paradesahogarme. Para contar mi historia. No hablaré de mi vida sexual, si es eso lo que ustedespera. Rita y yo hemos tenido una vida sexual muy normal, sin perversiones. Sé que aalgunas personas les excita hablar de eso, pero no soy una de ellas.—De acuerdo —asintió Harper.—De acuerdo —repitió Billings, con ofuscada arrogancia. Parecía haber perdido el hilode sus pensamientos, y sus ojos se desviaron, inquietos, hacia la puerta del armario, queestaba herméticamente cerrada.—¿Prefiere que la abra? —preguntó Harper.—¡No! —se apresuró a exclamar Billings. Lanzó una risita nerviosa—. ¿Qué interéspodría tener en ver sus chanclos?Y después de una pausa, dijo:—El coco la mató también a ella. —Se frotó la frente, como si estuviera ordenando susrecuerdos—. Un mes más tarde. Pero antes sucedió algo más. Una noche oí un ruido ahídentro. Y después Shirl gritó. Abrí muy rápidamente la puerta... la luz del pasillo estabaencendida... y... ella estaba sentada en la cuna, llorando, y... algo se movió. En las sombras,junto al armario. Algo se deslizó.—¿La puerta del armario estaba abierta?—Un poco. Sólo una rendija. —Billings se humedeció los labios—. Shirl hablaba agritos del coco. Y dijo algo más que sonó como «garras». Sólo que ella dijo «galas», sabe.A los niños les resulta difícil pronunciar la «erre». Rita vino corriendo y preguntó quésucedía. Le contesté que la habían asustado las sombras de las ramas que se movían en eltecho.—¿Galochas? —preguntó Harper.—¿Eh?—Galas... galochas. Son una especie de chanclos. Quizás había visto las galochas en elarmario y se refería a eso.—Quizá —murmuró Billings—. Quizá se refería a eso. Pero yo no lo creo. Me parecióque decía «garras». —Sus ojos empezaron a buscar otra vez la puerta del armario—.Garras, largas garras —su voz se había reducido a un susurro.—¿Miró dentro del armario?—S-sí. —Las manos de Billings estaban fuertemente entrelazadas sobre su pecho, tanfuertemente que se veía una luna blanca en cada nudillo.—¿Había algo dentro? ¿Vio al...?—¡No vi nada! —chilló Billings de súbito. Y las palabras brotaron atropelladamente,como si hubieran arrancado un corcho negro del fondo de su alma—. Cuando murió laencontré yo, verá. Y estaba negra. Completamente negra. Se había tragado la lengua yestaba negra como una negra de un espectáculo de negros, y me miraba fijamente. Sus ojosparecían los de un animal embalsamado: muy brillantes y espantosos, como canicas vivas,como si estuvieran diciendo «me pilló, papá, tú dejaste que me pillara, tú me mataste, tú leayudaste a matarme».Su voz se apagó gradualmente. Un solo lagrimón silencioso se deslizó por su mejilla.—Fue una convulsión cerebral, ¿sabe? A veces les sucede a los niños. Una mala señaldel cerebro. Le practicaron la autopsia en Harford y nos dijeron que se había asfixiado altragarse la lengua durante una convulsión. Y yo tuve que volver solo a casa porque Rita sequedó allí, bajo el efecto de los sedantes. Estaba fuera de sí. Tuve que volver solo a casa, ysé que a un crío no le atacan las convulsiones por una alteración cerebral. Las convulsionespueden ser el producto de un susto. Y yo tuve que volver solo a la casa donde estaba eso.Dormí en el sofá —susurró—. Con la luz encendida.—¿Sucedió algo?—Tuve un sueño —contestó Billings—. Estaba en una habitación oscura y había algoque yo no podía..., no podía ver bien. Estaba en el armario. Hacía un ruido..., un ruidoviscoso. Me recordaba un comic que había leído en mi infancia. Cuentos de la cripta, ¿loconoce? ¡Jesús! Había un personaje llamado Graham Ingles, capaz de invocar a losmonstruos más abominables del mundo... y a algunos de otros mundos. De todos modos, eneste relato una mujer ahogaba a su marido, ¿entiende? Le ataba unos bloques de cemento alos pies y lo arrojaba a una cantera inundada. Pero él volvía. Estaba totalmente podrido y decolor negro verdoso y los peces le habían devorado un ojo y tenía algas enredadas en elpelo. Volvía y la mataba. Y cuando me desperté en mitad de la noche, pensé que loencontraría inclinándose sobre mí. Con garras... largas garras...El doctor Harper consultó el reloj digital embutido en su mesa. Lester Billings estabahablando desde hacía casi media hora.—Cuando su esposa volvió a casa —dijo—, ¿cuál fue su actitud respecto a usted?—Aún me amaba —respondió Billings orgullosamen-te—. Seguía siendo una mujersumisa. Ese es el deber de la esposa, ¿no le parece? La liberación femenina sólo sirve paraaumentar el número de chalados. Lo más importante es que cada cual sepa ocupar sulugar... Su... su... eh...—¿Su sitio en la vida?—¡Eso es! —Billings hizo chasquear los dedos—. Y la mujer debe seguir al marido. Oh,durante los primeros cuatro o cinco meses que siguieron a la desgracia estuvo bastantemustia..., arrastraba los pies por la casa, no cantaba, no veía la TV', no reía. Yo sabía que sesobrepondría. Cuando los niños son tan pequeños, uno no llega a encariñarse tanto.Después de un tiempo hay que mirar su foto para recordar cómo eran, exactamente.«Quería otro bebé —agregó, con tono lúgubre—. Le dije que era una mala idea. Oh, node forma definitiva, sino por un tiempo. Le dije que era hora de que nos conformáramos yempegáramos a disfrutar el uno del otro. Antes nunca habíamos tenido la oportunidad dehacerlo. Si queríamos ir al cine, teníamos que buscar una baby-sitter. No podíamos ir a laciudad a ver un partido de fútbol si los padres de ella no aceptaban cuidar a los crios,porque mi madre no quería tener tratos con nosotros. Denny había nacido demasiado pocotiempo después de que nos casamos, ¿entiende? Mi madre dijo que Rita era una zorra, unavulgar trotacalles. Así era como la llamaba siempre: trotacalles. ¿Qué le parece? Una vezme hizo sentar y me recitó la lista de las enfermedades que podía pescarme si me acostabacon una tro..., con una prostituta. Me explicó cómo un día aparecía una llaguita en la ver...en el pene, y al día siguiente se estaba pudriendo. Ni siquiera aceptó venir a la boda.Billings tamborileó con los dedos sobre su pecho.—El ginecólogo de Rita le vendió un chisme llamado DIU... dispositivo intrauterino.Absolutamente seguro, dijo el médico. Bastaba insertarlo en el..., en el aparato femenino, ylisto. Si hay algo allí, el óvulo no se fecunda. Ni siquiera se nota. —Dirigió la mirada altecho y sonrió con lúgubre dulzura—. Ni siquiera sabes si está allí. Y al año siguientevolvió a quedar embarazada. Vaya seguridad absoluta.—Ningún método anticonceptivo es perfecto —explicó Harper—. La pildora sólo lo esen el noventa v ocho por ciento de los casos. El DIU puede ser expulsado por contraccionesmusculares, por un fuerte flujo menstrual y, en casos excepcionales, durante la evacuación.—Sí. O la mujer se lo puede quitar.—Es posible.—¿Y entonces qué? Empieza a tejer prendas de bebé, canta bajo la ducha, y comeencurtidos como una loca. Se sienta sobre mis rodillas y dice que debe ser la voluntad deDios. Mierda.—¿El bebé nació al finalizar el año que siguió a la muerte de Shirl?—Exactamente. Un varón. Le llamó Andrew Lester Billings. Yo no quise tener nada quever con él, por lo menos al principio. Decidí que puesto que ella había armado el jaleo,tenía que apañárselas sola. Sé que esto puede parecer brutal, pero no olvide cuánto habíasufrido yo.»Sin embargo terminé por cobrarle cariño, sabe. Para empezar, era el único de la carnadaque se parecía a mí. Denny guardaba parecido con su madre, y Shirley no se había parecidoa nadie, excepto tal vez a la abuela Ann. Pero Andy era idéntico a mí.«Cuando volvía de trabajar iba a jugar con él. Me cogía sólo el dedo y sonreía ygorgoteaba. A las nueve semanas ya sonreía como su papá. ¿Cree lo que le estoy contando?»Y una noche, hete aquí que salgo de una tienda con un móvil para colgar sobre la cunadel crío. ¡Yo! Yo siempre he pensado que los crios no valoran los regalos hasta que tienenedad suficiente para dar las gracias. Pero ahí estaba yo, comprándole un chisme ridículo, yde pronto me di cuenta de que lo quería más que a nadie. Ya había conseguido un nuevoempleo, muy bueno: vendía taladros de la firma «Cluett and Sons». Había prosperadomucho y cuando Andy cumplió un año nos mudamos a Waterbury. La vieja casa teníademasiados malos recuerdos.»Y demasiados armarios.»E1 año siguiente fue el mejor para nosotros. Daría todos los dedos de la mano derechapor poder vivirlo de nuevo. Oh, aún había guerra en Vietnam, y los hippies seguíanpaseándose desnudos, y los negros vociferaban mucho, pero nada de eso nos afectaba.Vivíamos en una calle tranquila, con buenos vecinos. Éramos felices —resumiósencillamente—. Un día le pregunté a Rita si no estaba preocupada. Usted sabe, dicen queno hay dos sin tres. Contestó que eso no se aplicaba a nosotros. Que Andy era distinto, queDios lo había rodeado con un círculo mágico.Billings miró al techo con expresión morbosa.—El año pasado no fue tan bueno. Algo cambió en la casa. Empecé a dejar los chanclosen el vestíbulo porque ya no me gustaba abrir la puerta del armario. Pensabaconstantemente: ¿Y qué harás si está ahí dentro, agazapado y listo para abalanzarse apenasabras la puerta? Y empecé a imaginar que oía ruidos extraños, como si algo negro y verde yhúmedo se estuviera moviendo apenas, ahí dentro.»Rita me preguntaba si no trabajaba demasiado, y empecé a insultarla como antes. Merevolvía el estómago dejarlos solos para ir a trabajar, pero al mismo tiempo me alegrabasalir. Que Dios me ayude, me alegraba salir. Verá, empecé a pensar que nos había perdidodurante un tiempo cuando nos mudamos. Había tenido que buscamos, deslizándose por lascalles durante la noche y quizá reptando por las alcantarillas. Olfateando nuestro rastro. Necesitóun año, pero nos encontró. Ha vuelto, me dije. Le apetece Andy y le apetezco yo.Empecé a sospechar que quizá si piensas mucho tiempo en algo, y crees que existe, terminapor corporizarse. Quizá todos los monstruos con los que nos asustaban cuando éramosniños, Frankenstein y el Hombre Lobo y la Momia, existían realmente. Existían en lamedida suficiente para matar a los niños que aparentemente habían caído en un abismo o sehabían ahogado en un lago o tan sólo habían desaparecido. Quizá...—¿Se está evadiendo de algo, señor Billings? Billings permaneció un largo rato callado.En el reloj digital pasaron dos minutos. Por fin dijo bruscamente:—Andy murió en febrero. Rita no estaba en casa. Había recibido una llamada de supadre. Su madre había sufrido un accidente de coche un día después de Año Nuevo y creíanque no se salvaría. Esa misma noche Rita cogió el autobús.»Su madre no murió, pero estuvo mucho tiempo, dos meses, en la lista de pacientesgraves. Yo tenía una niñera excelente que estaba con Andy durante el día. Pero por la nochenos quedábamos solos. Y las puertas de los armarios porfiaban en abrirse. Billings sehumedeció los labios.—El niño dormía en la misma habitación que yo. Es curioso, además. Una vez, cuandocumplió dos años, Rita me preguntó si quería instalarlo en otro dormitorio. Spock u otro deesos charlatanes sostiene que es malo que los niños duerman con los padres, ¿entiende? Sesupone que eso les produce traumas sexuales o algo parecido. Pero nosotros sólo lohacíamos cuando el crío dormía. Y no quería mudarlo. Tenía miedo, después de lo que leshabía pasado a Denny y a Shirl.—¿Pero lo mudó, verdad? —preguntó el doctor Harper.—Sí —respondió Billings. En sus facciones apareció una sonrisa enfermiza y amarilla—. Lo mudé.Otra pausa. Billings hizo un esfuerzo para proseguir.—¡Tuve que hacerlo! —espetó por fin—. ¡Tuve que hacerlo! Todo había andado bienmientras Rita estaba en la casa, pero cuando ella se fue, eso empezó a envalentonarse.Empezó a... —Giró los ojos hacia Harper y mostró los dientes con una sonrisa feroz—. Oh,no me creerá. Sé qué es lo que piensa. No soy más que otro loco de su fichero. Lo sé. Perousted no estaba allí, maldito fisgón.»Una noche todas las puertas de la casa se abrieron de par en par. Una mañana, allevantarme, encontré un rastro de cieno e inmundicia en el vestíbulo, entre el armario de losabrigos y la puerta principal. ¿Eso salía? ¿O entraba? ¡No lo sé! ¡Juro ante Dios que no losé! Los discos aparecían totalmente rayados y cubiertos de limo, los espejos se rompían... ylos ruidos... los ruidos...Se pasó la mano por el cabello.—Me despertaba a las tres de la mañana y miraba la oscuridad y al principio me decía:«Es sólo el reloj.» Pero por debajo del tic-tac oía que algo se movía sigilosamente. Pero nocon demasiado sigilo, porque quería que yo lo oyera. Era un deslizamiento pegajoso, comoel de algo salido del fregadero de la cocina. O un chasquido seco, como el de garras que searrastraran suavemente sobre la baranda de la escalera. Y cerraba los ojos, pensando que sioírlo era espantoso, verlo sería...»Y siempre temía que los ruidos se interrumpieran fugazmente, y que luego estallarauna risa sobre mi cara, y una bocanada de aire con olor a coles rancias. Y que unas manosse cerraran sobre mi cuello. Billings estaba pálido y tembloroso.—De modo que lo mudé. Verá, sabía que primero iría a buscarle a él. Porque era másdébil. Y así fue. La primera vez chilló en mitad de la noche y finalmente, cuando reuní loscajones1 suficientes para entrar, lo encontré de pie en la cama y gritando: «El coco, papá...el coco..., quiero ir con papá, quiero ir con papá.»La voz de Billings sonaba atiplada, como la de un niño. Sus ojos parecían llenar toda sucara. Casi dio la impresión de haberse encogido en el diván.—Pero no pude. —El tono atiplado infantil perduró—. No pude. Y una hora más tardeoí un alarido. Un alarido sobrecogedor, gorgoteante. Y me di cuenta de que le amabamucho porque entré corriendo, sin siquiera encender la luz. Corrí, corrí, corrí, oh, JesúsMaría y José, le había atrapado. Le sacudía, le sacudía como un perro sacude un trapo y vialgo con unos repulsivos hombros encorvados y una cabeza de espantapájaros y sentí unolor parecido al que despide un ratón muerto en una botella de gaseosa y oí... —Su voz seapagó y después recobró el timbre adulto—. Oí cómo se quebraba el cuello de Andy. —Lavoz de Billings sonó fría y muerta—. Fue un ruido semejante al del hielo que se quiebracuando uno patina sobre un estanque en invierno.—¿Qué sucedió después?—Oh, eché a correr —respondió Billings con la misma voz fría, muerta—. Fui a unacafetería que estaba abierta durante toda la noche. ¿Qué le parece esto, como prueba decobardía? Me metí en una cafetería y bebí seis tazas de café. Después volví a casa. Yaamanecía. Llamé a la Policía aun antes de subir al primer piso. Estaba tumbado en el suelomirándome. Acusándome. Había perdido un poco de sangre por una oreja. Pero sólo unarendija.Se calló. Harper miró el reloj digital. Habían pasado cincuenta minutos.—Pídale una hora a la enfermera —dijo—. ¿Los martes y jueves?—Sólo he venido a contarle mi historia —respondió Billings—. Para desahogarme. Lementí a la Policía, ¿sabe? Dije que probablemente el crío había tratado de bajar de la cunapor la noche y..., se lo tragaron. Claro que sí. Eso era lo que parecía. Un accidente, comolos otros. Pero Rita comprendió la verdad. Rita... comprendió... finalmente.Se cubrió los ojos con el antebrazo derecho y empezó a sollozar.—Señor Billings, tenemos que conversar mucho —manifestó el doctor Harper despuésde una pausa—. Creo que podremos eliminar parte de sus sentimientos de culpa, pero antestendrá que desear realmente librarse de ellos.1 En castellano en el original. (N, del T.)—¿Acaso piensa que no lo deseo? —exclamó Billings, apartando el antebrazo de susojos. Estaban rojos, irritados, doloridos.—Aún no —prosiguió Harper afablemente—. ¿Los martes y jueves?—Maldito curandero —masculló Billings después de un largo silencio—. Está bien. Estábien.—Pídale hora a la enfermera, señor Billings. Adiós.Billings soltó una risa hueca y salió rápidamente de la consulta, sin mirar atrás.La silla de la enfermera estaba vacía. Sobre el secante del escritorio había un cartelitoque decía «Vuelvo enseguida».Billings se volvió y entró nuevamente en la consulta.—Doctor, su enfermera ha... No había nadie en la habitación. Pero la puerta del armarioestaba abierta. Sólo una pequeña rendija.—Qué lindo —dijo la voz desde el interior del armario—. Qué lindo.Las palabras sonaron como si hubieran sido articuladas por una boca llena de algasdescompuestas.Billings se quedó paralizado donde estaba mientras la puerta del armario se abría. Tuvouna vaga sensación de tibieza en el bajo vientre cuando se orinó encima.—Qué lindo —dijo el coco mientras salía arrastrando los pies.Aún sostenía su máscara del doctor Harper en una mano podrida, de garras espatuladas

La realidad del TERROR

El terror, es la forma de expresión más pura que podemo encontrar.

Todas nuestras acciones, las desiciones que tomamos; están basasdas en algún miedo que tenemos.

Y a su vez, en uno de los tres miedos principales de la humanidad.

Aquí habrá una recopilación de cuentos; cada uno con su sentimiento propio, que son aterradores.